Alejandro Montecchia recibe el llamado de la NBA y dice que no. Su sueño de jugar con Manu Ginóbili en los San Antonio Spurs está a un sí de distancia, pero sin embargo, Montecchia dice que no. El tren se escapa a lo lejos y lo ve sumergirse en el horizonte con su amada, pero ni siquiera saluda a la distancia. Lo deja escapar porque es ahí, en ese momento, en los que se ve de qué madera está hecha una persona. La respuesta es no, porque existe un contrato firmado con Valencia. La respuesta es no, porque piensa primero en la familia.
El altruismo de pensar en el otro. El valor de la palabra lo define.
Han pasado solo algunos meses de aquella decisión. La elección aún le da vueltas en la cabeza, pero sin embargo la vida lo volverá a poner a prueba. Montecchia, ahora, recibe el balón con solo 3.8 segundos por jugar de las manos de Andrés Nocioni en la gran revancha ante Serbia en Atenas. Hay que decidir a pura velocidad, y ahí no hay tiempo para contemplaciones ni reparos: se elige como se es, se juega como se vive. Montecchia corre, hace un dribbling, dos, tres, gira y recién ahí levanta la cabeza. Vuelve a dribblear no una, sino dos veces y la pasa. Podría avanzar él en busca del heroísmo de una jugada mayúscula que reivindique al equipo tras la desafortunada definición del Mundial 2002, pero decide que las cosas se harán esta vez de una manera diferente.
Lo que antes fue en ámbito privado, ahora es público. Montecchia enseña ante los ojos del mundo que los demás están primero. El espíritu olímpico está encendido en la dorsal número 6. Se es verdaderamente grande si se reconoce la grandeza del que se tiene al lado, y es así que no lanza, sino que le pasa la pelota a Ginóbili, que a partir de este momento despegará para ser el crack de todos los tiempos. Manu recibe y conecta su lanzamiento hacia la eternidad. Quien recibe el huracán de abrazos, quien anota el tiro más recordado de la historia del básquetbol argentino, es Ginóbili, mientras Alejandro Montecchia celebra a los gritos, a la distancia, como si él mismo hubiese sido quien anotó el tiro. El verdadero altruismo de la Generación Dorada se ve reflejado en este gesto. Todo lo demás será una consecuencia de este acto central.
Quizás sea entonces, la final contra Italia en Grecia, la perfecta devolución de gentilezas del destino. Montecchia es una luz que no se detiene. Anota, asiste, defiende. Hace todo. El equipo acompaña en una clase abierta y se abroquela para potenciar el gesto de reparación más grande que tuvo el básquetbol con un jugador. Piensa primero en los demás y los demás pensarán luego en tí. La lógica es siempre recurrente: el juego te devolverá, sin que lo pidas, lo poco o lo mucho que le has dado previamente. San Antonio fue no, pero el oro olímpico fue sí. Se puede ganar de muchas maneras, pero son pocos, muy pocos, los que lo pueden hacer sin quebrantar ninguno de sus valores.
Pese a todo, Montecchia tiene más cosas por decir. En el punto máximo de la montaña, vuelve a mirar hacia los costados y decide que no se quedará solo él con el oro. ¿Por qué el entrenador no recibe distinción? ¿Qué clase de justicia es esa? La entrega de medalla de Montecchia a Rubén Magnano es de una belleza narrativa nunca antes vista. Es, sin dudas, la mejor asistencia de su carrera, el reconocimiento cabal del alumno al maestro, la hermandad eterna entre ejecución y estrategia sin importar lo que diga el resto. El símbolo como ejemplo, una vez más ¿Uno para todos? ¿Todos para uno? De ninguna manera: aquí, hoy y siempre será todos para todos.
Saber decir sí es tan importante como saber decir no. La vida son elecciones, a toda hora, todo el tiempo. Si cualquiera de nosotros hubiese podido elegir ser campeón olímpico de algo, de lo que fuere, la elección sencilla hubiese sido ser Montecchia. Ser como Montecchia, con todo lo que eso significa. Impasible ante los poderosos, inmune a la riqueza desmedida, fiel a las pequeñas costumbres. De la familia, de los amigos. De lo simple, que lejos está de ser una simpleza.
Alejandro Montecchia dejó el básquetbol en el silencio. Sin homenajes, sin grandes luces, sin egos desmedidos. Amante de la pesca, Alejandro supo soltar: desde la orilla, permitió que el pez dorado salte por última vez, brille con el reflejo del sol y se escape para siempre hacia la inmortalidad de las leyendas.
FUENTE: Bruno Altieri
FOTOGRAFÍA: Gentileza CABB