El básquetbol de Bahía está edificado a partir de trilogías: dentro de la cancha, fueron primero Lito Fruet, Beto Cabrera y Polo De Lizaso los que encendieron la llama para que esta ciudad fuera considerada la capital nacional del básquetbol. Luego llegó la inolvidable era de los primeros años de la Liga Nacional. Tiempo después, el Puma Montecchia, Pepe Sánchez y Manu Ginóbili tomaron la antorcha y llevaron al país a bañarlo de oro en la acrópolis de Atenas. Y fuera de la cancha, micrófono mediante, también fueron tres los que contaron la historia como nadie para ponerle el sello definitivo a la pasión por este juego: el Conde Coleffi, Juan Carlos Meschini y, cómo no, el inolvidable Negro Santiago.
Si Fruet fue el carácter, Cabrera fue la magia y De Lizaso la pasión. Si Ginóbili fue el talento y la perseverancia, Sánchez fue la inteligencia y Montecchia el altruismo. Y si Coleffi fue el alarido, Meschini fue la precisión y Santiago, por supuesto, la sabiduría.
Rafael Emilio Santiago fue, sin un atisbo de duda, el periodista más significativo que dio el deporte de la ciudad. Con todo lo que eso significa en una tierra hecha de redes y gajos. No se trató nunca de buenos o malos, de mejores o peores: la voz de Santiago fue siempre la más influyente. Hablaban todos, pero cuando Santiago decía, lo único que se podía escuchar en cada casa era el silencio. Propietario de la última palabra, fue eje sin igual del equilibrio que logra zanjar la diferencia. El periodismo vulgar, sala bulliciosa contaminada por temperamentos dispares e insolencia, jamás pudo sentarse en la misma mesa que Santiago.
Eso, en cualquier diccionario, se llama respeto.
Intimidante, áspero y bohemio por igual, el Negro fue maestro de maestros. Del mismo modo que Cabrera, en sus artes fue alguien muy distinto al colega promedio, y eso lo llevó a ser seducido, innumerables veces, por las luces de la capital. Pero jamás torcieron su voluntad. Al igual que Tolstoi, como rememora Walter Saavedra, decidió pintar la aldea propia para ser universal. Y vaya si lo logró.
Santiago fue gramática, fonética y tono. Fue contenido, pero mucho más que eso fue forma. Lo que pasaba en la cancha jamás terminaba de ser hasta que lo decía Rafael Emilio. Hasta que lo contextualizaba, lo digería y lo explicaba. El poder de síntesis si hacía falta y la capacidad de extender una buena historia si el entorno así lo necesitaba. La flexibilidad de su contenido nunca más pudo ser igualada. El diálogo enigmático propio de los grandes novelistas. Las pausas interminables. Los adjetivos y sinónimos esculpidos con el cincel de Miguel Ángel. Un estilo único, inconfundible. El pueblo agolpado para recibir la caricia de sus cuerdas vocales: radios pegadas al oído, estéreos encendidos al tope de sus posibilidades, padres pidiendo silencio a sus hijos. El mito de la caverna de Platón a través de la 840: lo que pasaba era una cosa, y lo que él nos decía que ocurría podía ser otra. La belleza de la literatura que viaja a través de las ondas.
Santiago logró transportar al oyente a través del sonido. «Para viajar lejos no hay mejor nave que un buen libro», decía Emily Dickinson. El Negro fue en sí mismo, desde su espacio de LU2, una enciclopedia abierta para despertar inquietudes. Ocurrente, irónico y perspicaz, Santiago hizo de cada viaje una aventura que merecía ser narrada. Controló la temperatura a piacere. Supo encontrar color en los momentos más grises. Vida donde el resto observaba rutina. De los acordes de Piazzola a la prosa de García Márquez. De la garganta de Goyeneche a la muñeca de Espil. De la sonrisa encantadora de Magic Johnson a las bailarinas de Degas. El cine de Francis Ford Coppola y las arremetidas de Ginóbili. Fue sorprendido y sorprendió. Se conmovió y sedujo a quien estuvo enfrente. Encantador de serpientes, flautista de Hamelin en estado periódico, supo conquistar los corazones más difíciles. Quebrar voluntades inexpugnables, ablandar cerraduras para abrir puertas blindadas y poder así descubrir secretos que no querían ser revelados. De eso se trata el periodismo. Y él le enseñó a quien se puso a su lado sin dar concesiones. Implacable, dogmático e inflexible. Que pique hasta que duela. El compromiso siempre será con el público y solo hay una manera de hacer las cosas: hacerlas bien.
Santiago fue la belleza acabada de una época hecha de tangos, libros y milonga. Tiempos de constancia y severidad, de rigidez y de descaro en partes iguales. De pipas y revoluciones, de discutir hasta que la claridad derrote a la luna, de ganas de cambiar el mundo con la palabra. De derrotar a quien se ponga enfrente con un bolígrafo, con una Lexicon 80 o con un micrófono. La lucha hay que librarla aún cuando se sepa que hay muchas chances de perderla.
Hoy nos encontramos perdidos, huérfanos de esa voz que supo ser todas las voces. Ansiosos de agolparnos a la salida del partido que sea para preguntarnos qué tiene que decir el Negro Santiago sobre lo que acabamos de presenciar. Dónde estarán ahora esos dardos punzantes, esa contemplación en continuado, esas ganas salvajes de volver a ser lo que alguna vez fuimos. De estar de nuevos juntos, cada mañana, para encontrar el equilibrio. Somos ahora, citando su universo literario, infinitos personajes en busca de un autor. Rafael Emilio Santiago, el Negro, fue hasta sus últimos días un apasionado. Taciturno, reflexivo y ocurrente, tuvo a la pesca como su último gran amor. Y sin saberlo, simbolizó al capitán Ahab de Moby Dick: con la cabellera al viento, en la proa de su barco, fue el periodismo su propio cachalote blanco. Lo hizo libre de verdad. Y su vida, su intensa vida, no se trató de alcanzar la presa; solo perseguirla siempre, día y noche, con perseverancia. Ese fue su mensaje grabado a fuego.
Decía Eduardo Galeano: «La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar».
Hasta siempre, maestro.
FUENTE: Bruno Altieri