Es una exhalación que se convierte en susurro cuando toca el balón. Son las casi 3.000 almas agolpadas en la tribuna las que buscan recuperar una sensación ya vivida infinitas veces, que conecta años. Que enlaza décadas. La dulce espera de que algo maravilloso suceda cuando la pelota roza sus manos. Juan Espil repiquetea sobre la línea de fondo hacia la izquierda, hacia la derecha, y en ese cambio de velocidad utiliza el cuerpo de los rivales como rocas para esconderse del ojo humano. Nada por aquí, nada por allá. Luego, el pique corto, la recepción, el lanzamiento y el alarido. En la distracción se oculta el secreto. Todo luce tan sencillo, tan recurrente, que se transforma en adictivo a los ojos del espectador ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo lo hace? La llave para abrir ese cofre jamás fue encontrada.
Bahía Blanca tiene mitos de básquetbol que se entrecruzan, amantes en la noche que disparan flechazos para luego no reconocerse. La figura no repara en años, la juventud con el 10 dibujado en la espalda se hace eterna. Aquí, en Europa y en cualquier punto del planeta tierra; Dorian Gray, en Portland, dibujando con su muñeca un ángulo imposible ante el esfuerzo inútil del dios supremo del básquetbol. Espil es protagonista célebre del imaginario colectivo de una ciudad hecha de gajos y piques, el rey de la puntería en una tierra poblada de arqueros adiestrados. Cierro fuerte los ojos y vuelvo a sentirlo. Es un viaje de introspección hacia mí mismo, un regreso en el tiempo a una sensación que busqué, a lo largo de los años, en cientos de estadios del mundo, pero jamás volví a encontrar. El teatro es el Osvaldo Casanova, una vez más. La casa que lo vio nacer y lo vio regresar, la que define por antonomasia a la Capital nacional de este deporte.
El caballero del juego avanza. Parece que no llega, las piernas pesan horrores, pero sin embargo encuentra el hueco en un último esfuerzo. Recibe la pelota y, de nuevo, entonces, el murmullo. El silencio ya no es silencio, sino que es un silbido. En la ciudad de los vientos, recibe el Escopetero y las hojas en las esquinas se levantan, acariciadas por los grandes maestros del básquetbol. La recepción es perfecta, el giro sobre su propio eje le permite una vez más quedar con los ojos en el objetivo. La figura esbelta, el tiempo no consumido, la mirada del tirador que ya no necesita entorno, que podría alcanzar a su presa con los ojos cerrados. La situación es tan recurrente como efectista; es Sherezade contando todas las noches el mismo cuento para no morir a manos del Sultán. El antebrazo deja caer la transpiración y ejercita, por última vez, un salto hacia la eternidad. En el corazón del estadio, Beto Cabrera contempla el cruce definitivo del Rubicón. Es un fuego abrasador que empuja y arrastra, una energía desplegada por cada una de las almas presentes que se concentra en un único punto.
Juan Alberto Espil, en el último suspiro, levanta sus manos y desaparece. Un halo lo envuelve y lo eleva. Las épocas se entrelazan, los años se confunden, los datos se agolpan. La búsqueda de la sensación, a partir de ahora, será el propósito estéril de cazadores de leyendas.
El murmullo será susurro, el susurro será silbido, y el grito, enfrascado en cada uno de nosotros, vivirá por siempre.
FUENTE: Bruno Altieri