Los ojos claros inconfundibles, el pelo lacio color nieve, el paso ralentizado por el avance de los años. Ya son 90 a cuestas en una vida entregada al club. Con frío o con calor, en invierno o en verano, de día o de noche, Bebe cruza el umbral sin pedir permiso. Y ese hábito recurrente enmascarado en presencia silenciosa, no merece explicaciones de rigor. Nadie en su sano juicio pide permiso cuando entra a su casa. Y el Osvaldo Casanova es la casa de Bebe. Él estuvo presente siempre: cuando lo imaginaron, cuando lo decidieron y cuando lo levantaron. Y una vez que llegó, jamás se fue. Fidelidad como palabra máter de su esencia. Hablar de Storti es hablar de Estudiantes.
Y entender quién es Bebe es adentrarse en la historia grande del Albo.
Si la sabiduría de los conocedores ensalza al estadio Casanova como la catedral del básquetbol, Aldo ‘Bebe’ Storti es, sin dudas, el sacristán de un club edificado por soñadores. Impoluto, intachable y querido por todos, Bebe es testigo por excelencia de la grandeza. Capaz de narrar anécdotas infinitas, todas ellas edificadas sobre los cimientos de una memoria prodigiosa, Bebe invita a comprender los misterios de una ciudad hecha de básquetbol. La explicación radical de porqué fuimos, somos y seremos, descansa en ciudadanos ilustres de su naturaleza, capaces de darlo todo sin pedir nada a cambio. Hablar con Bebe es espiar por la cerradura para descubrir tesoros inolvidables: tiempos de tribunas plagadas de gente, años de escasos entusiastas y épocas arduas de puro silencio. El ADN de Estudiantes se escribe en esos pasos de sacrificio que lo conducen desde la puerta de su casa al portón de Santa Fe 51.
Bebe lo vio absolutamente todo: nacido en 1932, fue uno de los primeros en marcar sus zapatillas con el polvo de ladrillo de un estadio de avanzada que supo respirar básquetbol a la luz de la luna. Con solo doce años, se enamoró del juego para nunca más abandonarlo. Y la camiseta azul de a ratos, blanca por siempre, se tatuó en su alma para nunca más dejar de apretarla contra su pecho. Hizo divisiones inferiores completas y se divirtió con la frescura de los chicos criados entre las paredes de los clubes de barrio. Lloró, rió. Sufrió decepciones y se enamoró. Perdió mucho y ganó aún más. No llegó a Primera, pero sí lo hizo en Segunda. «Algunas veces me tocaba ir como comodín», recuerda entre risas, citando un puesto habitual para la época que no era otra cosa que poner el hombro cuando lo necesitaban. Y después fue, casi como una consecuencia de lo que hizo dentro de la cancha, un ejemplo fuera: comodín de cuanta necesidad ocurra. Estar para responder donde, cómo y cuando sea.
En los momentos más felices, Bebe estuvo presente. Y nunca, pero nunca, abandonó la lucha en las carencias más significativas. La pasión es un sentimiento innegociable, pero lo que tuvo Storti con Estudiantes fue más que eso: amor genuino, cálido, inextinguible. Bebe fue, además, un dirigente ejemplar: medio siglo como gerente del club, siempre cerca de los chicos. Un consejo, una compañía, una formación que excedió el rectángulo de juego. «Serán buenos jugadores, pero por sobre todas las cosas serán buenas personas».
La sangre de Estudiantes mantiene, con el paso de los años, su esencia de pureza. El corazón de Jorge Faggiano, su yerno, emerge con la propiedad intelectual que traslada el apellido Storti. Lucas, su nieto, avanza a pasos agigantados y sus piernas, su inconfundible despliegue, son la extensión de las piernas de Bebe. En ese árbol generacional está el gen Estudiantes. En ese carácter, en esa impronta, en esa entrega intangible descansa la historia. Su historia, que también es la nuestra. Esforzarse, luchar, avanzar hasta conquistar imposibles. En esa tribuna que lo reconoce descansan todas las tribunas. Los que fueron, los que son y los que serán.
Bahía, en definitiva, también es Bebe Storti.
Es domingo a la mañana. El estadio Casanova, vacío, oculta en sus entrañas el sonido de una pelota que rebota sobre el piso gastado. Un joven Alberto Pedro Cabrera lanza el balón mientras una chica de nombre Betty se lo alcanza. Beto recibe, hace un dribbling con mano derecha, frena y lanza. Falla. Vuelve a intentarlo. Dribbling hacia la izquierda, freno y lanzamiento. Encesta. De nuevo. Vuelve a encestar. Una vez más. Y otra. Otra más. Las yemas de los dedos acarician el balón y lo despiden en el último instante. Los ojos de Beto ya conocen el desenlace entre él y la pelota: un hombre que despide a su amada en un tren que se perderá para siempre. La red que se disfraza de túnel y deglute el balón. Betty, inteligente, logra anticipar ahora el movimiento; cansada de moverse de manera innecesaria, se coloca justo debajo del cilindro a esperar. Beto observa la situación y se ríe. Betty, alegre, también. Aldo Julio Storti, en silencio, contempla a la distancia. No hay nadie, es solo la naturaleza que, una vez más, se manifiesta. Cabrera está inmerso en su arte. Los ojos de Bebe consumen a quien será el mejor jugador que jamás haya visto con la camiseta de Estudiantes. Con las pupilas encendidas, Storti sabe que es testigo de un momento único. Cabrera, aún no recibido de Mandrake, baila una vez más. El genuino resplandor de un talento inolvidable. Bebe lo sabe: Cabrera exhibe ante solo dos espectadores una muestra gratis de sus trucos vigentes, los que vivirán para siempre en sus recuerdos. Los que no podrán atesorar luego las cintas de video, los que se adivinarán entre fotos monocromáticas. Los que los juglares del básquetbol nacional contarán a cada uno que se digne a picar una pelota por primera vez. Beto ahora encuentra a Bebe con la mirada. Lo observa y Bebe, descubierto como un niño que juega a las escondidas detrás de un árbol, sonríe. Cabrera devuelve esa sonrisa, bota hacia la derecha y vuelve a lanzar. Betty espera la pelota una vez más. La red la envuelve en un abrazo. La semana que viene ganamos, grita Beto.
Y Bebe, un jovencísimo Bebe, le cree.
FUENTE: Bruno Altieri
FOTOGRAFÍA: Gentileza La Nueva Provincia