El paso a la inmortalidad ha sido siempre objeto de preocupación por parte de las diferentes culturas que poblaron la tierra. Los griegos, por ejemplo, consideraban que los mortales que ingiriesen ambrosía, un manjar que sólo entregaban los dioses, podían vivir la vida eterna. Los mortales, por su parte, buscaban alcanzarla con desafíos obtusos a los dioses que nunca llegaban al destino deseado.
Son muchas las leyendas que existen y todas forman parte de la literatura fantástica, sin embargo el hombre continúa a la búsqueda de caminos que le permitan, si no es vivir para siempre, al menos trascender en sus artes.
Aquellos que logran escapar a su propia existencia para vivir en los demás logran, de algún modo, el boleto codiciado hacia la inmortalidad. El básquetbol, a diferencia de otros deportes, ha puesto fecha, hora y lugar para empujar a los hombres al banquete de los dioses, y lo ha hecho en lugares públicos para que todos presencien el paso de la historia. Los estadios, nuevas ágoras, han sido el escenario ideal para esta clase de eventos célebres.
El escolta argentino Manu Ginóbili será homenajeado por los San Antonio Spurs el venidero 28 de marzo en el AT&T Center, en el choque entre el equipo texano y los Cavaliers, ceremonia en la que dejarán colgada su camiseta número 20 junto a leyendas tales como Tim Duncan y David Robinson, algo inédito para los atletas de su país.
La carrera de Manu ha tenido una precisión quirúrgica desde sus comienzos. Innumerables veces ha estado en el lugar adecuado a la hora adecuada para conseguir lo que nadie consiguió,, a los ojos primero de su ciudad, luego del continente y finalmente del mundo. Con Manu, el destino prefijado encontró sentido rápido y no tuvo que ponerse en grandes gastos para justificar su razón de ser.
Ginóbili, jugador infinito, tendrá su camiseta en el cielo de las estrellas. En el AT&T Center, donde el sueño de los héroes encontró su climax preciso innumerables veces en las últimas dos décadas. La propia NBA se rendirá a los pies de Manu, como si el mundo hubiese girado 180 grados de la década del ’80 a esta parte, cuando aquel jovencito de Bahiense del Norte observaba al cielo y calculaba cuan lejos estaban las estrellas observándolas desde Bahía Blanca.
Este giro del orden establecido es lo que provocó la trascendencia jamás pensada. El chasquido de dedos para alcanzar la ilusión. Límites extendidos a velocidad geométrica, horas de esfuerzo en la superación de uno mismo, alegrías, tristezas, frustraciones, emociones. Todo fue tan lento, todo pasó tan rápido. Un aura que dura un segundo y consume dos décadas como quien apura el último trago antes de que termine la noche.
Manu no fue el primer argentino en pisar la luna, pero fue el primero en conocerla de verdad. El cartógrafo que pensó, diseñó y finalmente dibujó el mapa. La caminó, la disfrutó, la hizo propia y luego volvió a la tierra, de a ratitos, para contar lo que pasaba allí afuera, con normalidad, como si fuese algo de todos los días. Ginóbili fue un jugador hecho a la medida de lo que se necesitó. El fue su propio sastre, con la Selección Argentina y con los Spurs. Cosiendo y descosiendo según las necesidades del equipo.
Es por eso que no es casualidad que Ginóbili camine hacia la inmortalidad acompañado. ¿No es una contraindicación de aquellos que logran algo semejante? ¿No es una camiseta sola durmiendo en el viento de la eternidad? Parecería ser que no. Si nos acercamos, si analizamos bien, si somos realmente quirúrgicos en la observación, veremos que el número está construido por retazos. Veremos, allí, los pases de Pepe Sánchez, la velocidad del Puma Montecchia, el sacrificio de Fabricio Oberto, el corazón de Chapu Nocioni, el juego de espaldas de Luis Scola. Un pedazo enorme de enseñanzas de Rubén Magnano, de Gregg Popovich, la precisión de Tony Parker, el tablero eterno de Tim Duncan. El abrazo genuino de David Robinson, los compañeros de San Antonio Spurs, Kinder Bologna, Reggio Calabria, Estudiantes, Andino y los de Bahiense del Norte. Su familia, su país, su ciudad, sus amigos. Están todos apretados, juntos, en un cúmulo de recuerdos que avanzan a velocidad de videoclip. Ese que está ahí no soy yo, somos nosotros, dice Manu, y lo justifica, sin hablar, porque todos sus compañeros de siempre están en primera fila.
¿De qué vale la eternidad si no es para disfrutarla con los que queremos?
Los ojos vidriosos apuntan al cielo. La cabellera vuelve a cobrar forma y avanza una vez más. El relator profundiza el grito, las piernas son elásticas de nuevo. Despegan y saludan al piso desde el aire. Ahora me ves, ahora no me ves. El puño apretado, el desahogo, el país que se contagia y celebra. El truco, realizado hasta el hartazgo, vuelve a ocurrir. De nuevo, la Generación Dorada está de pie y aplaude. Los Spurs, al mismo tiempo, vuelven a alcanzar el campeonato. El juego de pases, el abrazo de equipo, el aplauso en el banco de suplentes tiene una lógica recurrente en un único factor común. Nunca, pero nunca, tuvo tanto sentido lo colectivo en una sola persona. Bahía Blanca vuelve a abrazar a su embajador más codiciado. La ciudad del básquetbol infla el pecho: Ginóbili, el jugador infinito, el talento argentino de todos los tiempos, escala al cielo, sube y con él, subimos todos nosotros.
El mundo se rinde, una vez más, a los pies del arquitecto de empréstitos imposibles. La leyenda, entonces, vive para siempre.
Fuente: ESPN.
Foto: Getty Images.