Jorge Faggiano llega al estadio Osvaldo Casanova y toma asiento en la tribuna. Posa la mano en el mentón y las rodillas se ven obligadas a escapar al pasillo angosto. Su físico, desproporcionado para la pequeña butaca, nos invita a compararlo con el pensador de Rodin; su figura solitaria, silenciosa, rompe la monotonía en un escenario enorme, territorio que que supo estar colmado a la espera de las mejores batallas deportivas que Bahía Blanca supo recibir. Ahora, ya nada de todo eso está vigente. Solo queda, entonces, el reposo del guerrero.
Jorge observa con sigilo, como quien busca en un cuadro la grieta que rompe la monotonía; expectante, sostiene la mirada. Es el pescador experimentado en el viejo y el mar de Hemingway, a la espera del instante exacto en el que las olas dejan de bailar para que la escena cobre sentido. Para que la presa muerda el anzuelo. Contempla, ahora, a un grupo de chicos jugar y sonríe. Quizás vea, en el nudo de su película, un nuevo inicio. De nuevo, la oruga transformándose en mariposa en una ciudad acostumbra a ser terreno fértil en esta clase de situaciones. Y entonces, los recuerdos aparecen como una película en continuado: los inicios en Punta Alta, las enseñanzas de Beto Cabrera, la herencia de René Giménez, los innumerables compañeros y amigos en su amado Estudiantes, las ciudades que conoció gracias al básquetbol, la Selección Argentina y Lucas, su hijo, como semilla emergente. El ADN único que permitió que el apellido Faggiano esté, de nuevo y para siempre, en lo más alto.
No se puede entender a Jorge Faggiano sin Bebe Storti, otro de los grandes símbolos del Albo y una de las personas más queridas del básquetbol de la ciudad. Su suegro y su amigo. Ser y pertenecer, con todo lo que eso significa en la mítica calle Santa Fe, altura 51. Decir Faggiano es decir Estudiantes; dentro de la cancha, uno de los jugadores polifuncionales más importantes que dio la ciudad, cancerbero de quien se ponga enfrente, defensor a ultranza de sus compañeros. Fuera de la cancha, dirigente serio, intimidante, pero con valores inquebrantables. Más allá de lo que hizo, Jorge es importante por lo que es; persona única, querida y respetada por todos. ¿De qué sirve el deporte, en definitiva, si no es para tener amigos? Todo lo demás, con el tiempo, luce secundario. Él siempre estuvo atento a que algo así de importante sea un aprendizaje para todos.
Hay picos en la carrera de Faggiano que merecen ser recordados: los 40 partidos jugados en la Selección Argentina, figurando en ese combo el momento leyenda de haber defendido nada más ni nada menos que al joven Michael Jordan en un Panamericano clasificatorio a los Juegos Olímpicos de Los Angeles, equipo de Estados Unidos en el que estaban también Charles Barkley y Patrick Ewing, entre otros universitarios notables. La cantidad de clásicos jugados entre Olimpo y Estudiantes, entre Estudiantes y Olimpo, en el momento mágico de la Liga Nacional en Bahía. Sus cinco títulos con la selección de la ciudad, sus dos campeonatos con Provincia de Buenos Aires. El legado que dejó en Gimnasia de Comodoro, en Quilmes de Mar del Plata, y el carácter, por qué no, para decidir vestir momentáneamente la camiseta de Olimpo por diferencias con la dirigencia del Albo. En la vida, es tan importante saber decir que sí como decir que no. En eso se diferencian los caballeros que caminan con la frente en alta de los obsecuentes de turno.
La historia de Jorge es, también, una historia de amor. Un encuentro de familia. Lazos que se entrecruzan forman un escudo contra la arbitrariedad del destino. Pensar en los Faggiano es pensar en una mesa larga, en una cena compartida, en anécdotas revividas una y otra vez que despiertan nostalgia. Recuerdos imborrables: tardes de básquetbol, sonrisas y pileta. El club, los amigos, y el eco de un grito ahogado en el patio de su casa, contiguo al Osvaldo Casanova. Regalos de afecto que no tienen tiempo ni lugar. Fotos que nos transportan a un lugar feliz. El abrazo a tiempo con aquellos que queremos. Juntos, conformando una columna vertebral de cariño para lograr que pase cualquier tempestad que se presente. No hay otro lugar para aprender algo así que dentro de un hogar. Siento que el gran triunfo de Jorge va mucho más allá del básquetbol; es haber podido transferir con éxito, a sus hijos, esa forma de comprender al otro. Esa manera de afrontar la vida, con carácter, humildad, perseverancia y enfoque. Detrás de todo esto, no hay nada.
Jorge se levanta de su asiento en la tribuna del Casanova. Pisa el rectángulo de juego y el partido se detiene. El dribbling, que era un zumbido recurrente, ya no se escucha. Un chico alto duerme ahora la pelota debajo de su antebrazo y se alista para escucharlo. Jorge recuerda, en una ráfaga, el color del bolso que lo acompañó desde Punta Alta. Piensa en las horas empeñadas en ese mismo lugar. En el esfuerzo, pero también en la diversión compartida. Las caras se suceden una tras otra a la velocidad de la luz. Observa, ahora, su camiseta inmortalizada en el cielo del estadio y recuerda a Beto Cabrera. Ese chico, que ahora tiene enfrente, alguna vez fue él.
Todo cobra sentido. El silencio ahora es tan profundo que se escucha. La historia, en definitiva, es un recorrido circular. Los maestros alguna vez fueron alumnos y los alumnos serán maestros.
Bahía Blanca, tierra de básquetbol, es cultura oral que trasciende generaciones.
Y Jorge, ahora, tiene la palabra.