Se dice que quien habla repite lo que ya sabe, pero quien escucha siempre aprende algo nuevo. Es el silencio el principio máximo de la sabiduría. Coco Bruni llega, puntual, a la Asociación de Básquetbol. Las piernas pesan, los años se agolpan, pero el espíritu empuja y conmueve. Es el ejemplo el que persevera, y entonces Coco, entre saludos y sonrisas, avanza. Un paso, otro paso, y otro más. Todas las tardes son la primera tarde: el escudo que lo recibe, la sonrisa que devuelve el saludo y los carnets que se desparraman sobre la mesa gastada; Coco, ahora, es un mago adiestrado que ordena los naipes a la velocidad de la luz. Son retazos que se repiten para unificar una historia única, costumbres que se suceden para convertirse en hábito. El puntillismo, el detalle, es mayúsculo. Y es lo que hace la diferencia. El básquetbol es un deporte de centímetros y es en esa distancia donde estará la diferencia entre ganar y perder: son, exactamente, 63 años con la camiseta de Bahía grabada en el pecho. 63 años siendo testigo privilegiado, icónico, de una grandeza plagada de éxitos que lo contiene como artífice necesario.
Las leyendas, en definitiva, no siempre se gestan dentro de la cancha. En esta tierra de elegidos, Coco Bruni tiene su propio capítulo dorado.
¿Cómo se llega a ser el utilero de todos? En primer lugar, para conseguirlo, hay que tener recorrido. Hay que conocer a las personas, hay que entender el entorno para anticiparse al detalle. Coco lo fue todo en el básquetbol de Bahía: jugador, entrenador, planillero, árbitro y utilero. En ese recorrido, que aún se mantiene, pudo ver el escenario completo. Pudo conocer la esencia de cada disciplina y ser el consejero ilustre de quien se ponga enfrente, sin diferencias. «El que más me gustó fue el «Beto» Cabrera, después «Lito» Fruet con su garra, pero cerebral como el «Beto» no había ninguno», dice Coco.
Si Beto Cabrera fue el talento, Lito Fruet el carácter, Polo De Lisazo el compañerismo, Manu Ginóbili la perseverancia, Pepe Sánchez la inteligencia y Puma Montecchia el altruismo, Coco Bruni fue, del otro lado de la cancha, el servicio desinteresado en todos los estamentos. Dar siempre todo lo que estaba en el tanque sin pedir nada a cambio. Sin ser pretencioso, sin ser locuaz, Coco se erigió en un verdadero maestro de este deporte. Los años le han dado la integridad y la experiencia, que no es otra cosa que la madre común de todas las ciencias y las artes.
«Anda, niño, llévate la cama allá, porque vives en el club», le decía su madre a Coco sobre su querido Pacífico. Goleador escurridizo, defensor sagaz, jugó hasta los 35 años y luego dirigió categorías menores. Fue dirigente incondicional y, como árbitro, fue mentor nada más ni nada menos que de Rodolfo Gómez, la leyenda del arbitraje bahiense que llegó a ser uno de los más grandes jueces del mundo en los años ’80. «Era un fuera de serie», recuerda emocionado.
Coco Bruni lloró de alegría en 1957 cuando recibió el llamado para ser utilero de la Selección Bahiense. «Danos una mano que no tenemos a nadie», le dijo Cacho Feliziani, e inmediatamente se transformó en auxiliar. A partir de ese momento, Coco nunca más fue removido de su cargo en el básquetbol de Bahía. Y tan solo diez años después representó a Argentina en el Mundial de Montevideo, pese a que tuvo que pagarse viáticos y comidas de su bolsillo. «¡Qué viático ni viático, si yo estaba loco de contento por mi nominación!», rememora Coco en una excelente entrevista escrita por Quique Nocent en el Diario La Nueva Provincia.
«Viví intensas alegrías gracias a esos muchachos», resume, mientras rememora los innumerables títulos conseguidos en zonales y Provinciales entre los años ’60 y ’70 con Bahía.
Coco fue mucho más que un simple colaborador de las Selecciones. Creativo, ingenioso, bien predispuesto, siempre cumplió con la lógica del talento bahiense en el básquetbol: estar un paso adelante de los demás. Un segundo antes que el resto para poder anticipar la jugada que hará la diferencia. Como cuando se encargaba de inflar los balones, limpiar el vestuario y los pisos, revisar las calderas y que todo esté en orden en Pacífico ya en su época de jugador. Como el día que unió dos camisetas para vestir a Finito Gehrmann en la Selección de Provincia, para que el gigante de aquel entonces pueda brillar dentro de la cancha. Como la costumbre que aún mantiene de llevar aguja e hilo, botones, cordones de zapatillas y elásticos en cada selección de menores, pese a vivir en tiempos de internet y redes sociales.
«Es más difícil quitarle una camiseta a Coco Bruni que robar un banco», dicen, entre risas, en los pasillos de ABB.
«Tienes que respetar para ser respetado. Y trata de hacerte de amigos, que es lo más importante en la vida», le dijo su mamá a Coco, siendo un niño, antes de que cruce por primera vez la puerta del club Pacífico.
En tierra de leyendas, de talentos inigualables, Coco cumplió con el mandamiento, porque es, a mi entender, el personaje más querido del básquetbol bahiense en toda su historia. Si cualquiera de nosotros pudiese elegir un amigo en este deporte, uno solo, elegiría sin dudar a Coco Bruni: leal, incondicional, humilde, atento, compañero. Nuestra familia, con todo lo que eso significa.
Ahi va, entonces, otra Selección de Bahía rumbo a nuevo destino. Son chicos, con toda la vida por vivir, con la ilusión a pleno. El futuro está ahí, a la vuelta de la esquina.
«Querido Coco, ¿tendrás alguna buena anécdota para contarnos?»
La historia es un ejercicio de reproducción continua.
El testigo de la grandeza, ahora, tiene la palabra.
FUENTE: Bruno Altieri