Hace exactamente dos años el cielo sumó una estrella más a su constelación: fallecía a sus 76 años Atilio José “Lito” Fruet, leyenda del básquet bahiense.
Es por eso que en esta primera entrega lo homenajeamos con la siguiente editorial: “Yo nunca vi jugar a Fruet» por Bruno Altieri.
YO NUNCA VI JUGAR A FRUET
Yo nunca vi jugar a Lito Fruet. Jamás pude ver, en vivo, a Alberto Cabrera. Ni a De Lizaso. Soy de la generación de los que se pararon frente al cuadro del grito, que no es el de Edvard Munch, pero que tiene una energía tan o más grande que la célebre obra que descansa en Oslo. Esos dos hombres gritando, ese partido ganado que aún irradia energía, ese abrazo con la voz que hermana dos competidores, dos amigos, un club, una ciudad, despiertan una forma de entender el juego.
«Así se siente el básquetbol en Bahía», me dijo alguna vez Lito, allá por principios de los ’90, mientras me rodeaba con el brazo e iluminaba con una sonrisa. Viví ese partido, que jamás pude presenciar, infinidad de veces. En mi imaginación, tirando al aro, entrenando, escuchando historias que sirvieron para estirar mi amateurismo. Escuché atento, como cualquier chico, con la pelota abajo del brazo. No sabía que luego iba a estar vinculado al básquetbol, que estas historias pequeñas luego se iban a hacer gigantes. Escuché como mi papá, con los ojos vidriosos, emocionado con el recuerdo. Como mi hermano, que a través de esa imagen jugó, se formó y se educó para llegar hoy a ser presidente de Olimpo. Como lo habrá escuchado alguna vez el Puma, Juan, Pepe, Manu. O Marcelo, Jorge, Pancho, el Loco. Oveja, el Che y el Huevo. Todos grandes entre grandes, porque esta ciudad, queridos amigos, es única. El territorio que vio caer al campeón mundial Yugoslavia contra una selección local. Que vio dos Generaciones Doradas hermanando épocas. Que vivió el mejor clásico de la historia de la Liga Nacional por escándalo. Que gozó con el mejor jugador latinoamericano de todos los tiempos. Que tuvo, tiene y tendrá, en el básquetbol, las raíces de su rica historia.
Me encantaría haber sido especial en ese abrazo de Lito. Poder contarlo como algo único, pero la realidad es que el especial era Fruet. Lo que hizo conmigo, a mis ocho o nueve años, lo hacía con todos. Amigable, solidario, enérgico, vivaz. Sin distinción de edades ni de banderas. Bastaba con que el documento diga: lugar de nacimiento, Bahía Blanca. Él sabía que la cultura es algo que se transmite, de manera oral u escrita, entre abuelos, padres, hijos y nietos. Para poder trascender en el futuro, hay que conocer el pasado.
«¿Por qué gana tan seguido Bahía Blanca? ¿Por qué permanece inconmovible en su sitial de número uno del básquetbol argentino?
Por esto…Por esta fuerza avasallante del espíritu que vibra en Fruet y De Lizaso y que es patrimonio de todo el equipo. Porque el básquetbol se siente así. Como lo sienten los bahienses: en la sangre, en la piel, en el alma…». O.R.O., El Gráfico, 1970.
Así escribía Osvaldo Orcasitas, otro imprescindible que ya no está con nosotros, sobre la célebre foto de Fruet y De Lizaso. «Esa noche fui a sacar fotos para la revista El Gráfico. El periodista enviado era O.R.O., quien me pidió que sacara nada más dos o tres fotos que seguramente saldrían publicadas muy chiquitas, porque el tenía que escribir una página comentando la final. Yo estaba entonces buscando obtener una foto de Fruet, cuando quedé a pocos metros del festejo de aquel doble. Cuando Orcasitas vio la foto cambió su idea: decidió publicarla grande y el limitar su escrito al epígrafe», recuerda el fotógrafo Omar Morán, en una nota escrita por Mario Minervino para el diario La Nueva Provincia en 2015.
«Era la final del provincial de 1970, que se jugó en cancha del club Altense, en Punta Alta, y llegamos a la definición con La Plata, un equipo difícil, con Carlos González, «Finito» Gherman, Sfeir y Perazzo. El estadio estaba completo y la verdad es que ganábamos fácil, por casi 20 puntos. Pero De Lizaso estaba «invicto», no la podía meter. Entonces se dio esta jugada, en la mitad del segundo tiempo. Salimos en contrataque con el negro, yo lo habilito desde la mitad de cancha y él hace su primer doble. Entonces me acerco, lo miro a los ojos y salió esa reacción mutua», contó Lito sobre aquella fotografía a La Nueva Provincia.
Quizás esta imagen haya sido, por qué no, la explicación gráfica de algo que trasciende lo racional. Lito quiso explicar así el juego, pero explicó, a su manera, la vida. Hacer eso por un compañero, contra todo y todos, es tener carácter, valentía, pero también tener corazón. Tener sentimientos. Reír, llorar, sentir, vivir. Como cuando se puso la camiseta de Estudiantes, clásico rival de Olimpo, tras una final entre ambos sólo para homenajear a Cabrera. «Me retiro con la camiseta del más grande», dijo. Esa humildad no se compra, no se trabaja, no se hereda. Se tiene y punto.
En tiempos en los que el mundo sólo valora lo material y lo práctico, Fruet enseñó que la solidaridad está en las pequeñas cosas.
«Explicar lo que Fruet representaba como compañero o jugador útil para el equipo no es tarea sencilla. Tenía una personalidad desbordante y la expresaba en todo momento y en todo lugar. Era un jugador vivo, despierto, rápido, firme defensor, de gran tiro y con mucha capacidad de salto», dijo alguna vez Cabrera sobre él en La Nueva Provincia. «Tenía una notable tenacidad y se agrandaba en los momentos más bravos, cualidades que lo hacían sobresalir y admirar. Fue el basquetbolista con quien mejor me entendí y quien me facilitaba todo tipo de pases. Yo las tiraba a cualquier lado y de cualquier manera, porque descontaba que `Lito’ las iba a agarrar… Y se iba a encargar del resto».
Yo nunca vi jugar a Fruet.
Sin embargo, gracias a él, se que hay una manera de hacer las cosas.
El carácter, la energía, la voluntad y la entrega no son la forma, son el contenido.
En definitiva, la vida, sin pasión, no es vida.
Gracias, querido Lito. Y hasta siempre.
Foto: El Gráfico