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Rodolfo Gómez, la leyenda del arbitraje bahiense

Rodolfo Gómez

«Para dirigir bien no sólo hay que pitar rápido y seguro. Hay que llegar al juego sabiendo qué esperar de los jugadores y los entrenadores. Conocer sus mañas, sus gustos y sus arrebatos, para no dejarse sorprender».

Rodolfo Gómez hubiese cumplido hoy 76 años. Ya han pasado diecinueve años desde su partida y el arbitraje argentino aún no ha podido suplantar la belleza de su impronta.

«Era un fuera de serie», recuerda Coco Bruni, ícono del básquetbol de la ciudad, mentor en sus primeros años de arbitraje en Pacífico. «Recuerdo que le di un par de explicaciones antes del primer partido. Era un nene. A los 10 minutos de empezado ya manejaba todo él. Tenía un don natural para ver los movimientos segundos antes. Nunca vi nada igual».

Pajarito Gómez fue, primero que nada, un personaje querido por todos. Histriónico, perspicaz, detallista y enérgico. Los ojos bien abiertos, el silbato aferrado a la boca con un pegamento invisible, las cejas levantadas. La camiseta gris dibujando cada tarde un óvalo de transpiración, los ojos emulando brasas recién escupidas por el fuego. Correr la cancha como un jugador más, emitir sonidos guturales uniformes, saltar al ritmo de la jugada. Gesticular para que los jugadores entiendan. Para que la tribuna delire. La pasión nunca estuvo mejor representada en el cuerpo de un árbitro.

Rodolfo fue, sin necesidad de picar una pelota, un hombre-espectáculo único en el básquetbol de la ciudad. En una profesión plagada de cinismo y desencanto, Gómez se destacó por combinar habilidad y simpatía en dosis exactas.

«En primera local debutó en 1959, dirigiendo en el Salón de los Deportes el juego Velocidad-Napostá, episodio que originó algunos comentarios ya que Pablo B. Serrat, a la sazón titular asociacionista, apeló a alguna de sus célebres triquiñuelas para habilitarlo. ¿Motivo? Rodolfo no tenía edad reglamentaria», recuerda Enrique Nocent en una nota publicada por el Diario La Nueva Provincia.

Pajarito fue diferente desde sus primeros años, tanto fuera como dentro de la cancha. En una época en la que cruzar fronteras era cosa de elegidos, Gómez fue figura mucho más allá de sus propios límites. De regionales y zonales, Rodolfo pasó a brillar en Brasil, Uruguay, Chile, Paraguay, Venezuela, Puerto Rico y Estados Unidos. En Europa, dirigió en Francia, Italia y España. Fue tan importante su crecimiento, tan fantástica su curva evolutiva, que logró ser el primer árbitro argentino con la licencia y escudo de la FIBA.

Gómez fue considerado el mejor árbitro FIBA del mundo en 1974. En el Mundial de ese año, disputado en Puerto Rico, dirigió Estados Unidos-Yugoslavia y tiempo después también estuvo presente en la final del mundo de clubes entre Ignis Varese y Sirio.

Sin embargo, dentro de sus innumerables logros, hay dos en particular que merecen ser resaltados. El primero, el más valorado por él,  su arbitraje en un partido de 1978 entre Estados Unidos y Rusia. «Es difícil explicarlo, pero para mí fue el más importante. Acaso porque en el equipo americano estaba John Lucas y en el soviético los hermanos Alexander y Sergei Belov», contó años atrás a La Nueva Provincia. En segundo lugar, el evento más recordado por todos: Rodolfo fue el único árbitro argentino presente en los Juegos Olímpicos de Moscú 1980, certamen en el que dirigió la final femenina entre la URSS (104) y Bulgaria (73).

Su magnífica carrera arbitral, de todos modos, no lo apartó del compromiso organizativo del básquetbol argentino. Su voz se levantó en cada oportunidad que pudo: «Si aquí nos entrenamos dos o tres veces por semana y en los países europeos lo hacen diariamente, se nos hará complicado competir en equivalencia», dijo, en una clara disconformidad con los dirigentes de turno.

Tras diez años dirigiendo a nivel internacional, codiciado por todos y seguido por muchos, decidió, de un día para el otro, no hacerlo más. «No dirijo más, estoy cansado de luchar contra demasiadas cosas acá en Bahía y en Capital Federal. Mi principal enemigo ha sido la envidia», dijo Rodolfo. Su renuncia estuvo oculta dos años en la Confederación Argentina de Básquetbol y recién en 1982 fue aceptada por el coronel Campodónico, interventor de la CABB en aquel entonces.

Regresó al ruedo luego de una década sin dirigir y decidió hacerlo sin cobrar honorario alguno. De todos modos, una lesión en el tendón de aquiles lo alejó definitivamente de la actividad. Ya para ese entonces era empleado administrativo, bancario y dueño del café Florida que era punto de encuentro del mundo basquetbolístico local y de todas las personalidades que pisaban Bahía Blanca para presenciar los juegos de Liga Nacional.

«Tuve una gran satisfacción en mi vida, que fue la amistad con los jugadores, los reunía antes de empezar cualquier partido y les aclaraba cómo eran los tantos, por eso no tenía enemigos en ese espacio», solía decir Gómez, reconocido hincha de Olimpo, hecho que le permitió dirigir solo cinco clásicos con Estudiantes, pese a ser toda una celebridad en el ambiente.

Una vez más, queda claro que, en el deporte, el corazón tiene razones que la razón no entiende.

Muy amigo de sus amigos, Rodolfo se fue apenas un día antes de su cumpleaños número 57. La brisa de su recuerdo llega, de vez en cuando, en forma de sonido: el silbato persistente que forma la melodía, el repiqueteo de sus zapatos sobre el parquet y el alarido sostenido de la gente a los saltos sobre el tablón, conforman una escena que será imposible de repetir.

La leyenda, una vez más, se viste de gris.

Hoy dirige Rodolfo Gómez. Y será, para siempre, justicia.

FUENTE: Bruno Altieri

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