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Te odio, Facundo Campazzo

Odio a Facundo Campazzo con toda mi alma. Lo odio, porque mide un metro setenta y ocho centímetros. Porque era medio gordito y ya no es más. Porque es simpático, gracioso, agradable. Porque todo le sale bien con la simpleza de un pibe de barrio, como si fuese uno más de los que jugamos en el turno de los jueves.

Lo odio, porque nos dejó a todos los que alguna vez picamos una pelota sin excusas. Ahora, gracias a él, estamos desnudos ante la realidad y sin herramientas para justificar lo injustificable. Los asados jamás serán lo mismo, y ninguno de nosotros podrá contar que alguna vez hicimos algo dentro de una cancha que valió la pena que alguien lo ponga en papel. Las pequeñas anécdotas que hacíamos gigantes ya no devolverán miradas cómplices de los interlocutores de turno. Ni tampoco servirá ese pequeño consuelo de no haber llegado porque la madre naturaleza no nos acompañó.

¿Qué querés que haga si no llego al metro ochenta? Gracias, Facundo. Gracias por hacerme quedar como un imbécil. Campazzo, gracias a vos, lo evidente será dicho en público, y si no lo dicen, en el mejor de los casos será pensado: dale, contá la verdad, ¿por qué Campazzo la rompe en China y vos estás cocinando en esta parrilla?

Ay, cómo te odio Campazzo.

Alguien podrá decir que esto empezó mucho antes, y tendrá razón. Con esos triples de espalda desde mitad de cancha. Con esos videítos virales metiendo la pelota en un aro desde la cima de una torre. Con el pie, desde la tribuna, desde la puerta del estadio. Supongamos que ya, para ese entonces, deberíamos haber tenido indicios. Pero tenemos que verlo bien: el Mundial de China puso esta máxima ante los ojos de los que nunca, pero nunca en su vida, vieron pasar ni cerca una pelota de básquetbol. Si antes podíamos descansar en la tranquilidad que solo un grupo selecto veía los partidos del Real Madrid en la Euroliga, hoy ya estamos expuestos por completo. Gracias Campazzo, gracias Oveja Hernández, gracias Luis Scola y gracias al resto que también ayudó para destruir lo poco que teníamos. Ya ni mi madre se detiene a escuchar la vez que ganamos un partido con un triple mío en el último segundo. Será difícil olvidar la cara de mi mejor amigo al terminar mi relato épico: esa mueca que mezcla condescendencia, verguenza ajena y pena vivirá dentro mío por el resto de mis días.

Sin embargo, me veo otra vez festejando sus acrobacias histriónicas frente a la pantalla de TV. Viendo como sus dificultades de centímetros se transforman en valor agregado por picardía. ¿Cómo puedo vivir con una contradicción así? ¿Será que del odio al amor hay un solo paso? La verdad no lo sé. Quizás se trate de algo más que esto. Quizás esta sea la gran revancha de los petisos, olvidados desde siempre en el deporte de los cestos.

Quizás Campazzo juegue por todos los que no pudimos jugar. Y entonces, viéndolo así, vuelvo a agarrarme de algo para estar en paz conmigo mismo y el mundo.

Gracias por nada, Facundo. O gracias por todo.

Te amo, te odio, dame más.

Por Bruno Altieri

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