El básquetbol fue, desde sus inicios, un juego. Un balón que rebota, dos canastas y diez jóvenes entusiastas corriendo para quitarse el frío en una olvidada escuela de Springfield, Massachusets. No hubo que esperar demasiado para que la chispa encienda; un fuego que nació en las entrañas y se elevó hacia la mente conformó la competencia. Las ganas de triunfo, de sobreponerse al de al lado, de tener más puntería, habilidades o destrezas en función de un objetivo común: encestar como sea y de donde sea.
Pero claro, el juego, tiempo después, abandonó su forma lúdica. Surgieron las reglas, la mecanización de los movimientos y la repetición sistemática. El orden que desembocó en la estrategia y la táctica. El deporte, en sus diferentes formas, no escapó a la arbitrariedad de las instituciones que alguna vez describió Michel Foucault. Un panóptico invisible que profundizó las obligaciones, provocó cerrojos y encontró su punto más acabado en el profesionalismo. No había que ser, había que deber ser. Con toda la carga de lo que significa una máxima de esta naturaleza.
Sin embargo, a lo largo de la historia, existieron gritos inequívocos de libertad. Revolucionarios que lucharon para no ser disciplinados, caballos salvajes en busca de la caricia del viento. Combativos, enérgicos, vivaces, desafiaron intramuros los cánones definidos. Y lo hicieron con el oficio y la palabra, para devolver el deporte a sus orígenes, al significado hedonista del disfrute por el disfrute mismo.
Hernán Montenegro fue, sin dudas, uno de ellos. Hernán, el Loco, el artista, fue desde sus inicios un genio incomprendido. Supo sentirse, citando a Albert Camus, extranjero de todo, incluso de sí mismo.
La alegría del juego, la belleza de lo inexplicable, acompañó desde siempre a Hernán. Talento único, de época, podía hacer con facilidad lo que nadie podía pese a las horas de entrenamiento. Desde sus más de dos metros de altura, sonreía con su básquetbol de cielo cuando el mundo se empeñaba en jugar por el piso. Montenegro era un milagro en sí mismo: manos de gigante, dedos de pianista, piernas de gacela y precisión de cirujano. El físico perfecto construido para un deporte que será, por los tiempos de los tiempos, dinámico e imperfecto.
Con el básquetbol, Hernán conoció todo. Lo bueno, lo malo y lo feo. Su carisma viajaba a la velocidad de la luz, pero también sus emociones. Personalidad de etiqueta deslumbrando a cuanto prócer se pusiera enfrente. Sin embargo, su brillantez in extremis portaba, sin saberlo, una condena: debía hacer feliz al resto sin necesariamente serlo él. La sonrisa de las multitudes que contrasta con los llantos de la soledad. Las avenidas principales iluminadas y los callejones oscuros escondidos.
Montenegro vivió absolutamente todo. Llevó su magia incomparable a lo largo y ancho de la tierra. El nacimiento en Leandro N. Alem, el crecimiento en Olimpo, la excelencia en Estudiantes, y el corazón en Villa Mitre. Su paso por España, Italia y su experiencia en Puerto Rico. Su inolvidable estadía en Peñarol y su toque en GEPU, Independiente de Pico, Gimnasia de Comodoro, Estudiantes de Olavarría y Obras.
Hernán trajo consigo un manual de preguntas que nadie hacía. Y por eso, quizás, fue visto como un loco por el status quo. Los micrófonos fueron infinidad de veces sus psicólogos. Controvertido, polémico y genuino. Verborrágico y original. Muchas veces se sintió incómodo y otras tantas incomodó a sus interlocutores de turno. Nunca se quedó callado y eso le trajo más problemas que beneficios. Pero también le regaló, como siempre ocurre, un magnetismo único con la gente.
Llegó tan lejos como él quiso. Acarició la NBA en tiempos en los que la NBA era otra galaxia. Mostró en Portland con la Selección Argentina destellos de fantasía ante rivales que fueron únicos para la historia. Amo tanto al básquetbol en sus comienzos como lo odió años después. El deporte fue para él un medio y no un fin: el vehículo que le permitió descubrir personas y lugares que lo hicieron crecer. Que le provocaron sonrisas y cicatrices por igual. Acertó, se equivocó, cayó y se levantó.
Montenegro fue la síntesis perfecta del ídolo. El héroe griego que muere para luego renacer y ser vivado por el pueblo. El crack que logró cortar tickets solo, que despertó multitudes, que embelleció escenarios con su sola presencia.
Podrás amarlo, podrás odiarlo, pero nunca jamás podrás ser indiferente.
El Casanova explota. El Tomás enloquece. Señores, hoy vuelve a jugar Montenegro.
Y junto a él, como ayer, como hoy, como siempre, jugamos todos nosotros.
FUENTE: Bruno Altieri