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Bahía Basket

Lucio se queda

Lucio Redivo

Febrero de 2013. Son casi las 17.00 horas del sábado y el entrenamiento llega a su fin. Algunos jugadores se acercan a la mesa de control, toman agua, bromean unos con otros. El cuerpo técnico camina hacia el vestuario. Tato Peñalba, el utilero del equipo, empieza a hacer el recorrido de objetos personales -y no tanto- para dirigirse luego a la lavandería a completar su procedimiento habitual.

En el estadio Osvaldo Casanova no hubo nadie a lo largo de la práctica y tampoco hay nadie ahora. Las tribunas vacías son casi un pecado en la ciudad del básquet. Pero el hábito, lo que pasa seguido, no permite entender que lo que estamos a punto de ver será extraordinario. Sobre el parquet, Pepe Sánchez, campeón olímpico, hoy base titular del equipo y cerebro de Weber Bahía Estudiantes (luego Bahía Basket) toma un balón y se dirige hacia uno de los aros. Inicia una rutina de lanzamientos que incluye tiros libres, de dos puntos, de tres. En el aro de enfrente, Juan Espil, Dorian Gray del básquetbol nacional, ejecuta desde detrás del arco un lanzamiento tras otro con una efectividad abrumadora.

En el aro donde tira Pepe, se suma Alejandro Montecchia, otro campeón olímpico. Ya retirado, su rutina es casi una condena repetida hasta el hartazgo: cansado de ver, ahora necesita protagonizar. Y cómo lo hace. Son tan efectivos, el movimiento  ejercido por los tres en combo es tan repetido en la certeza, que ni siquiera se fijan si la pelota entra o no. Es una obviedad. Construyen de manera rítmica una fluidez absurda para el ojo humano. Y así se pasan más de una hora. Siempre, sin excepciones. La integridad suele ser eso que hacemos cuando los demás no nos observan. De eso esta tarde hay mucho. Y habrá mucho más. En la cancha, Tato grita que deja las pelotas, que después avisen cuando se van. Los tres gritan al unísono que sí, y siguen en lo suyo. El resto de los jugadores del equipo ya están en el vestuario hace rato, listos para ducharse. Los juveniles ya están camino a sus casas. Excepto uno, que se queda. El que no juega nunca, el más petiso y flaquito del equipo, el que no entraría a la cancha ni si se lesionase el 80% del plantel, el que acostumbra a cargar los bolsos en los viajes, el que habla poco y llegó pidiendo permiso, se queda.

Lucio Redivo se queda.

Y a partir de ese momento, su verdadera historia dará comienzo.

Ya no habrá veranos para Lucio. Ya no habrá vacaciones, feriados, salidas con amigos ni distracciones de ningún tipo. Si antes se quedaba después de las prácticas, ahora llega antes. Primero media hora, después 45 minutos, una hora. Dos horas. Hasta tres. Tira, tira y vuelve a tirar. Pierde un desafío con Montecchia, sufre la gastada general, se enoja. Pide revancha. Vuelve a perder. Vuelve a jugar. Vuelve a perder. En los entrenamientos lo tienen de punto, lo golpean cuando ataca, lo frustran cuando defiende. De afuera se toman la cabeza. Se cae tantas veces que ya produce escozor contarlas. Para qué se esfuerza, si no va a llegar. Se acercan algunos interlocutores de turno, le palmean la espalda y le dicen que ya está, que no pierda el tiempo, que la vida es una y que hay otras cosas más importantes que el básquetbol. Pero él es un cabeza dura y no escucha. Si la puerta está cerrada con llave, el buscará la forma de abrirla. Y si no puede, tratará de atravesarla a los golpes. Entiende la derrota como un escalón más hacia la victoria. Cosa de elegidos. Y en ese recorrido absurdo, inquietante, empieza a crecer. Mientras el resto descansa, el trabaja duro. En el gimnasio, en la cancha, en su casa. Reconoce sus impurezas, pero empieza a desarrollar sus ventajas. Si antes tiraba bien, ahora lo hace muy bien. Si antes era rápido, ahora es realmente rápido. Y entonces, un día, le gana a Montecchia el desafío. Juegan de nuevo, gana el Puma. De nuevo, gana Lucio. El asunto se hace realmente parejo. Gana uno, gana el otro. Discuten, se ríen. Ya juegan todos los días. Nadie se da cuenta de lo que está pasando, pero es evidente: Lucio es otro. Está compitiendo de igual a igual con el base campeón olímpico en Atenas 2004. Y los de afuera lo estamos disfrutando.

Bahía Basket, ahora, está contra las cuerdas ante Argentino de Junín. El equipo revelación, el campeón de la Liga de Desarrollo, está a punto de poner la cabeza contra el Turco como visitante. El partido televisado encierra un guión encubierto: si Bahía pierde, si queda afuera, entonces el proyecto estará acabado. Pepe Sánchez se habrá equivocado y se consumará la máxima que dicta que en playoffs, la hora de la verdad, los chicos no pueden contra los grandes. Pero claro, los partidos no terminan hasta que terminan. Y en la cancha, en este momento, entre algodones, está Lucio. No iba a jugar por un esguince de tobillo, pero Sepo, su entrenador, le dice que lo necesita. Y entonces el pibe formado en Pacífico, entra para jugar la última posesión. La jugada es para él y en esos ojos se puede adivinar la escena que sigue: en Junín, esta vez, no volverán a sufrir como en años anteriores. Entonces pide la pelota en el centro de cancha con el marcador igualado. Quedan solo tres segundos en el reloj. Con ambas manos atenaza la pelota y flexionado hace el primer paso con dribbling hacia la izquierda. Uno, dos, tres piques. Queda casi oculto, pequeñísimo ante la defensa que lo encierra, y con dos marcas dibujándole la sombra se eleva para lanzar un tiro circense de parábola única, que besa las nubes y se desliza suave por la red para darle el triunfo a su equipo. Nadie lo sabe, pero ese lanzamiento será mucho más que un lanzamiento: la evolución de jugador promedio a tirador de selección. El cambio de oruga en mariposa, una nueva piel aún no descubierta que emerge. Esa capacidad de convertir en dificultad, de crecer en terrenos inhóspitos, no es otra cosa que una reacción lógica ante la adversidad imperante. La que tuvo contra los escépticos de turno. Una respuesta a los que le quisieron decir lo que podía o no podía hacer antes de entender con quién estaban hablando. Lucio gira, grita con puño apretado y recibe el abrazo enérgico de sus compañeros. Sin embargo, cuando lo abrazan, hay una electricidad que produce escalofríos: este muchacho ya no es Lucio.

Este joven, ahora, es Redivo.

Llegará la final de la Liga de las Américas, la Selección Argentina, el básquetbol europeo, el Mundial de China y tantas cosas más.

Redivo, lejos de casa, brilla en cada noche. Pero en Bahía, Lucio, nuestro Lucio, se queda.

Y entonces, su historia de superación, impredecible por donde se la mire, se reproduce de boca en boca hasta convertirse en ejemplo.

FUENTE: Bruno Altieri

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